Concha Pasamar nos habla de su trabajo de ilustración en ‘13326’: “Me decidí a participar, porque encontré no solo calidad literaria, sino también un punto de contacto con mis propias vivencias y mi propia nostalgia de la niñez en los pueblos de mis abuelos”

Concha Pasamar 13326

13326‘ es amor, erotismo, suicidio, tradiciones, honor, estoicismo manchego… Veintidós cuentos y una novela corta ambientados en un código postal de un lugar de La Mancha. Con pluma precisa y grandes dosis de nostalgia, Luis Fernando Redondo nos acerca a un mundo rural en el que muchos aún se reconocen y del que las nuevas generaciones apenas saben.
Los textos cuentan además con las ilustraciones de Concha Pasamar, quien ha sabido imbuirse en el espíritu rural de La Mancha y captar con igual precisión y belleza los rincones y situaciones de los que habla el autor. Así presenta la editorial Bookolia este libro, y lo que sigue son las palabras de la ilustradora Concha Pasamar, que nos habla más en detalle de su trabajo en este proyecto.

Concha Pasamar 13326

¿Cómo llega a tus manos este proyecto? Concha Pasamar: “A principios de mayo, Luis Larraza, de bookolia, la editorial que publicó la novela de Patricia García Sánchez que había ilustrado a lo largo del pasado año, ‘Arrecife y la fábrica de melodías’ (2016), se puso en contacto conmigo para proponerme acompañar, en blanco y negro, un libro de relatos de Luis Fernando Redondo, que también repetía con la editorial como autor. Ambos creían que mi estilo podía encajar en estas historias que presentan en común su situación geográfica, en la Mancha, y un tono nostálgico. Tras haber leído un par de relatos, me decidí a participar, porque encontré en ellos no solo calidad literaria, sino también un punto de contacto con mis propias vivencias y mi propia nostalgia de la niñez en los pueblos de mis abuelos: ese punto de partida emocional común facilita las cosas”.

Concha Pasamar 13326

¿Qué se van a encontrar los lectores en sus páginas? “Un buen libro de narrativa breve. 13326, una cifra que puede sonar críptica –y hasta a distopía-, es en realidad el código postal de Montiel, y reúne un conjunto de relatos, microrrelatos y una novela corta, escritos desde la distancia a los largo de varios años. La lejanía propicia esa especial mirada sobre los escenarios de los que procede Luis Fernando (él vive en México), y su inteligente sentido del humor tiñe los textos también de cierta fina ironía que, como lectora, suelo apreciar. Hay relatos situados en el momento actual, otros en el pasado, y otros en los que desde el ahora se vuelve la vista a los recuerdos de la infancia; el conjunto resulta por eso a la vez variado y homogéneo”.

¿Qué nos cuentas de las ilustraciones? ¿Qué dirías que tienen de característico? “El editor, Luis Larraza, me sugirió la tinta, que es un medio que me gusta por su inmediatez y expresividad. Creo que el material proporciona unidad a lo representado, que es variado, ya que hay paisajes, figura humana, interiores; unifica los motivos y, creo, también las cronologías de lo representado -asegura Concha Pasamar-. Considero que hay frescura en ellas, porque todas son primeras versiones, directas: una vez planteada la idea, en este caso hubo mucha inmediatez en la ejecución; espero que se aprecie que encontrarme cómoda en el tema me hizo también encontrarme cómoda ante el papel. Por otra parte, creo que si alguien conoce mis trabajos en ilustración infantil (en Arrecife o Marta está harta, en Meraki Tanttak), verá que este es un registro diferente, más parecido al de La niña rancia, aunque yo siento ambos lenguajes igualmente míos”.

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¿Con qué técnicas trabajaste? “Cuando hablo de tinta lo hago en un sentido muy general, ya que en este trabajo he empleado tinta natural y pinceles, sí, pero también bolígrafo negro, pilot, rotuladores acuarelables y tinta en pincel de cartucho (desde que descubrí el pentel es uno de mis imprescindibles). Digamos que no he sido muy purista en ese sentido -continúa Concha Pasamar-, y los originales tienen por eso ciertos tonos o matices que en el blanco y negro no se aprecian, pero creo que dan riqueza a la imagen final. En esta ocasión, todo el trabajo ha sido manual salvo el color de la cubierta”.

¿Qué has aprendido con este proyecto? “Como prácticamente recién llegada al mundo de la ilustración –entiendo que un paréntesis de veinte años convierte este momento en un nuevo inicio- tengo muchísimo que aprender, y cada nuevo trabajo que acometo es una ocasión de enriquecerme en muchos aspectos. Diría que el mayor reto en este caso ha sido enfrentarme a unos escenarios y a una geografía que no conozco, porque en los relatos se mencionaban lugares muy concretos que nunca había visitado -confiesa Concha Pasamar-. Imagino que solo hace veinte años ese factor hubiera sido un verdadero obstáculo difícil de solventar, o hubiera requerido una visita, el envío postal de fotografías, etc. En fin, creo que la labor de documentación se ha facilitado en todos los campos gracias a la tecnología, así que me asomé a Montiel a través de la pantalla, primero, pero principalmente a través de fotografías recientes o antiguas de los lugares mencionados que el autor me envió en cuanto se las pedí. Creo que también he tenido que aprender a enfocar la ilustración de varios textos diferentes que no constituyen secuencia narrativa, pero en los que entiendo que, por reunirse en el mismo volumen, interesa también buscar cierta variedad compositiva, manteniendo a la vez una unidad”.

Concha Pasamar 13326

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Háblanos un poco del proceso de elaboración de este proyecto. “Pensando en los claroscuros del blanco y negro, remiré varios libros de fotografía de autores a los que admiro, sobre todo pensando en su manera de presentar la figura humana, pero también el mundo rural -nos cuenta Concha Pasamar-. Imagino que Larrain, Ortiz Echagüe, García Rodero, Cunningham, Boubat y muchos otros pueden estar tras cierto modo de mirar o de componer la imagen. Solo en dos ocasiones me he apoyado deliberadamente en ellos: un edificio mexicano tomado de una fotografía de Rulfo, como guiño al país en que el autor reside, y que por obra y magia del pincel se ubica aquí en el campo manchego, y, por otra parte, el interior del conocido “Desnudo provenzal” de Ronin, cuya luz evoca esa luz cegadora que recuerdo rompiendo la oscuridad impuesta de las siestas en el pueblo. Para el resto de las ilustraciones que conforman la decena de imágenes de este libro, me he basado a veces en paisajes proporcionados por Luis Fernando, en los que he incluido las figuras. Incluso en lo figurado o metafórico -que no es el caso de este trabajo-  tiendo a lo figurativo, así que para varias imágenes he hecho posar a mi parentela y amigos, que son todos muy sufridos, y he tirado de móvil si buscaba un gesto concreto”.

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¿En qué andas ahora? ¿Algún proyecto nuevo? “Ahora mismo tengo dos álbumes en marcha. Uno de ellos es sobre idea y texto propios, fruto de uno de los cursos de Marián Lario, a quien tanto debo en este ámbito, y está bastante avanzado porque en su momento saqué adelante gran parte del trabajo; se publicará también en bookolia, a quien agradezco que confíe en un proyecto tan personal. El otro parte de una preciosa idea de Marina Montero, en un trabajo en que verdaderamente texto e imagen han de complementarse; se trata de un álbum cuyo planteamiento no es precisamente sencillo, y de ejecución algo laboriosa, pero ya hemos determinado por dónde irá: texto de Marina, storyboard, técnica y paleta están listos. Los dos trabajos avanzan a ritmo desigual, un poco a expensas de los tiempos de calidad que pueda ir dedicándoles. Espero pronto ir enseñando algo en las redes…; mientras tanto, intento seguir dibujando a ratitos por placer. De ahí también surgen ideas -a veces bullen demasiadas a la vez- o proyectos de otro alcance como colaboraciones, carátulas, alguna pequeña exposición…”, concluye Concha Pasamar.